Cuando siento que voy a vomitar un conejito me pongo dos dedos en la boca como una pinza abierta y espero a sentir en la garganta la pelusa tibia que sube como una efervescencia de sal de frutas. Todo es veloz e higiénico, transcurre en un brevísimo instante.
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Para llorar, dirija la imaginación hacia usted mismo, y si esto le resulta imposible por haber contraído el hábito de creer en el mundo exterior, piense en un pato cubierto de hormigas.
Julio Cortázar
(Carta a una señorita en París/ Instrucciones para llorar)
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Media primavera en un sinvivir, esperando con ilusión el comienzo de la temporada de patos o, en su defecto, la de conejos; ensayando con pasión hasta bordarlo el auténtico grito de guerra ("dispárame a mí, a mí, a mí"); rebuscando en madrigueras, localizando charcas en largos paseos por el campo. Todo para terminar comprobando que la única temporada que dura todo el año y nunca anda de capa caída es la de los alacranes.
Porque siempre hay aguijones listos para incrustarse en epidermis ajenas e inocular su veneno con los consabidos agravantes de premeditación, nocturnidad y alevosía. En el desierto de Atacama y en la periferia de Madrid. En todas partes hay alacranes escondidos bajo las piedras del camino, esperando el momento idóneo para fundirle los plomos a su presa, neurotoxinas fatales mediante. Alguna especie poco conocida destaca por su espíritu aventurero y se cuela con facilidad en la mochila del paseante, haciéndose bola junto a la cantimplora, para después tomar posiciones en el armario del dormitorio o en la taquilla del trabajo y atacar en el momento más inesperado, de preferencia por la espalda y a traición. Que lo de menos, llegado el caso, es el dolor físico y el carácter letal de la picadura y lo de más la extrañeza inexplicable de haberla sufrido sin tan siquiera intuirla.
En tales circunstancias, asumiendo que vivimos rodeados de alacranes, sólo hay tres opciones razonables:
a) Recibir el aguijonazo y morirse de un patatús. Concluir con un solemne "aquí paz y después gloria",
b) Encajarlo y sobrevivir para pasar a la acción y tomarse la revancha sin ética ni poética,
c) O tratar de mantenerse a distancia, al menos de sus nidos, y en caso de contacto inevitable tirar de diplomacia. Se admite también, por pura supervivencia, recurrir a la hipocresía.
La otra opción, la que no se admite por ser contraria a toda lógica de preservar la vida, es la de esforzarse en olvidar el ataque despiadado y pelillos a la mar. Porque un alacrán puede fallar, pero si ataca una vez atacará ciento. Sin atisbo de remordimiento.
En mi opinión y tirando de experiencia, recomiendo la opción c. No porque me seduzca de lo lindo, sino más bien por descarte. Si te cruzas con un alacrán y le sonríes -aunque le detestes-, te interesas por su vida -aunque escucharle te apetezca tanto como saborear una mierda pútrida de vaca- y le haces creer que es único -aunque sea otro del montón- no te dará problemas. Puede que después los tengas tú con tu propia conciencia, pero ya se sabe que la conciencia es elástica. Todo sea por poder seguir disfrutando de los patos y de los conejos. De la primavera que viene de frente y sin argucias. De Cortázar. De la vida.
... o en esos golfos del estrecho de Magallanes en los que no entra nadie, nunca.
ResponderEliminarA veces los idiotas de los alacranes se clavan su propio aguijón y mueren. Ese sería la respuesta D, pero como no depende de nosotros es trampa.
Me encanta la respuesta D.
EliminarLástima que el objetivo final siempre resulte ser "otro".
Besos sin comisión.
P.D. Pendiente estoy de la devolución de mi generosísima transferencia.
Alacranes y salamandras han desarrollado estrategias distintas al verse rodeadas por el fuego: La piel de la salamandra se vuelve incombustible.
ResponderEliminarMascar bosta de vaca bien oreada es el novamás de la fashion cuisine.
Pero no hay color...
EliminarAunque si las salamandras son capaces de hacer eso que usted cuenta me han ganado desde ya.
La mierda, no sólo la de vaca, va de boca en boca, querido. Y algunos, pobres infelices, se relamen con gusto saboreándola.
Le echo de menos. Siempre más.