Aquel año el verano llamó a hurtadillas a la puerta y nadie abrió.
Durante dos o tres días, no recuerdo con exactitud, Madrid despertó en Galicia. Entre sus brazos de amaneceres grises, de lluvias intermitentes: con su invitación al sosiego, con su melancolía en mis labios.
Como si de un regalo se tratase, enviado por el mismísimo cielo, me asomé a la ventana abierta buscando el aire frío que aliviase mi congestión. Esa que empezaba en mi nariz y continuaba en mi cerebro para girar después, en un bucle endemoniado, camino de mi corazón. El aroma expelido por la tierra mojada siempre me reconfortó. El acto sencillo y ensimismado de ver caer el agua, de oírla acariciando el suelo, me predisponía a una reflexión natural, honda y templada, sin pretensiones anticipadas. Encajándome en la vida, recipiente de formas complejas y aristas imposibles, sin dificultad.
Una de esas mañanas desperté muy temprano, algo también inusual, presa de un ataque de tos exasperante. En otras condiciones me hubiera enfadado con el mundo por no permitirme el descanso, pero las circunstancias que acompañaban a mi yo gozaron con el sabor del café recién hecho, con el humo del cigarro liado con solvencia, con el paisaje lejano traído a casa sin argucia.
Supe de inmediato que en todo aquello estaba él. Mi ansia de explicarle, su necesidad de no querer saber. El olvido y el recuerdo equilibrados, con justa equidad, en nuestras balanzas. Lo que para él fue un error; lo que para mí fue un acierto. Todo esto pensaba yo mientras llovía. Y me declaré en huelga de motivos. Porque me sobraban para buscar de nuevo esos ojos que chocaron en los míos provocando una ola gigantesca; porque me faltaban para pedirle que se arriesgara conmigo al naufragio.
Guardo dentro su regalo.
Durante dos o tres días, no recuerdo con exactitud, Madrid despertó en Galicia. Entre sus brazos de amaneceres grises, de lluvias intermitentes: con su invitación al sosiego, con su melancolía en mis labios.
Como si de un regalo se tratase, enviado por el mismísimo cielo, me asomé a la ventana abierta buscando el aire frío que aliviase mi congestión. Esa que empezaba en mi nariz y continuaba en mi cerebro para girar después, en un bucle endemoniado, camino de mi corazón. El aroma expelido por la tierra mojada siempre me reconfortó. El acto sencillo y ensimismado de ver caer el agua, de oírla acariciando el suelo, me predisponía a una reflexión natural, honda y templada, sin pretensiones anticipadas. Encajándome en la vida, recipiente de formas complejas y aristas imposibles, sin dificultad.
Una de esas mañanas desperté muy temprano, algo también inusual, presa de un ataque de tos exasperante. En otras condiciones me hubiera enfadado con el mundo por no permitirme el descanso, pero las circunstancias que acompañaban a mi yo gozaron con el sabor del café recién hecho, con el humo del cigarro liado con solvencia, con el paisaje lejano traído a casa sin argucia.
Supe de inmediato que en todo aquello estaba él. Mi ansia de explicarle, su necesidad de no querer saber. El olvido y el recuerdo equilibrados, con justa equidad, en nuestras balanzas. Lo que para él fue un error; lo que para mí fue un acierto. Todo esto pensaba yo mientras llovía. Y me declaré en huelga de motivos. Porque me sobraban para buscar de nuevo esos ojos que chocaron en los míos provocando una ola gigantesca; porque me faltaban para pedirle que se arriesgara conmigo al naufragio.
Guardo dentro su regalo.
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