jueves, 17 de enero de 2013

"Disparamientos"






No tengo por costumbre dar detalles (ni cándidos ni escabrosos) de los pacientes a los que atiendo. De una parte, porque preservar su intimidad es mi obligación profesional y, de otra, porque cuando lo anecdótico torna en recurrente, la perplejidad pierde fuelle y se aburre de sí misma.  Tampoco es habitual que alguien en camisón de lunares agote mi paciencia en pocos nanosegundos y me haga lamentarme de no guardar en la taquilla -junto al fonendo, las tijeras, las pinzas Kocher, la linterna pupilar y el rotulador indeleble: "básicos ucísticos enfermeriles"- una Magnum del 38. Menos usual resulta aún, si cabe, que me plantee aprovechar el grito de guerra mañanero de los rayos de tórax portátiles (que no es otro que el "disparamiento" de Esperanza)  para hacerlo coincidir con la detonación homicida y disimular el estruendo en la medida de lo posible. Es por todo ello extraordinario que en esta ocasión me salte a la torera mis principios.


Mrs. Burns es el personaje malvado de cualquier cuento. Ese tan pasado de rosca que resulta grotesco y dudosamente creible. A pesar de que su piel no luzca un tinte ictérico, mantiene los indispensables: el ceño fruncido, los labios apretados, la mordacidad hiriente a flor de lengua, la mirada desdeñosa. No hay forma de acertar con ella ni vía de comunicación que le parezca adecuada. Si un día se queja de que el pollo de la comida está frío, al siguiente monta en cólera porque ya ha dicho veinte mil veces que es vegetariana. Si te ofreces a aspirarle las secreciones que convierten la mascarilla de su traqueotomía en un bebedero de patos, te gruñe. Si renuncias a ello en virtud del manotazo que te propina por secarle las lágrimas en pleno ataque de tos, te acusa de querer matarla y ser a todas luces negligente. Si propones blanco, ella dirá negro. Si en pleno ejercicio de templanza admites el negro, ella responderá que te calles de una vez, que no le interesa escucharte.


Atender a Mrs. Burns, aunque esté feo que lo diga, es un castigo. Una venganza. Una crucecita que una ha de llevar a cuestas durante las horas que dure el turno. Un salir de su habitación y nombrar a la Virgen de la Caridad, a la de los Remedios y a la de la Amargura. Un suplicarle al cielo que se apiade y obre el milagro de que no pulse más el timbre de llamada. Un gritar 'qué he hecho yo para merecer ésto'. Un 'menos mal que mañana libro y con suerte no me "toca" el próximo día'. Un implorarle al médico responsable que le dé el alta a planta. Un basta por Dios. Un replantearse la vocación y un cuestionarse -sabiendo de antemano la respuesta- si algo así podría pagarse con dinero. 


Mrs. Burns, al detalle, es altiva. Soberbia. Displicente. Corrosiva. Maligna. Insoportable. Una mujer que hubo de ser un bellezón de quitar el hipo allá por los ochenta, culta,  acostumbrada a moverse en círculos sociales selectos y terminó sola, ajada y enferma por darse a la mala vida. Una mujer enfadada con el mundo. Confrontada, más bien, si eso es posible.  Mrs. Burns no recibe visitas. De cuando en cuando, una llamada de un despacho de abogados pregunta por ella sin interesarse por su estado; piden, solícitos, que le comuniquemos algo. Con todo, Mrs. Burns nunca baja la guardia ni firma amnistías. No despierta empatía, caridad ni lástima. No conmueve. Solo araña.


Obvia decir que mi relación con ella es complicada. Pero las tablas sirven para algo y cuando hay que tirar de mano dura se permite el uso de las trampas. Así que cuando la otra mañana Mrs. Burns se negó a tomar la medicación y trató de ridiculizarme acusándome de hablar como un ministro, encontró en mi zueco la horma de su zapato. Apelé a la educación y a la correción lingüística para justificar cada una de mis palabras y me espetó un "resulta usted asquerosamente redundante" que interpreté como un insulto delirante y me hinchó la yugular de modo alarmante. Le planté cara desarmada: primero definiendo someramente  el vocablo redundancia. Después recomendándole otro más preciso y adecuado para expresar su sentir: petulancia. Y por último, invitándole a reconsiderar la magnitud poética del mundo. Puestos a elegir sin apearse del burro, le dije saliendo de su habitación, tenga a bien considerar el pleonasmo. Cerré la puerta, suspiré y me recoloqué el uniforme: porque, a veces, sacarse un as de la manga resulta -con todo- reconfortante. 



2 comentarios:

  1. Pues yo a la sujeta le regalaria una flor,eso sí en fase de capull0

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  2. Buenísima idea, pero igual LA SUJETA se cree "que es de comer" y la encuentra asquerosamente insípida. O te sale diciendo que es alérgica, que la flor le está robando el oxígeno ambiente o que, aun siendo una orquídea sublime, no está a su altura.

    Por lo demás, mi queridísima Yoc, ni rastro de leísmo. Besos en ramo. Pa'ti siempre de camelias.

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