[Extracto de la autobiografía de Popeye]
Me tocó ser marinero por circunstancias, pero siempre quise ser astronauta. Cuando al fin me decidí a cambiar de vida, allá por el 33, le eché arrestos para fundar la NASA y cumplir así mi sueño. Tenía resuelto el tema del papeleo cuando recibí un paquete postal que dio al traste con todo. Yo, que ya me veía cambiando la andrajosa gorrilla blanca por una escafandra reluciente, surcando el espacio sideral a millones de años luz de Brutus y enviándole cartas de amor platónico a Olivia, tuve que hacerme cargo del pequeño Cocoliso. Por si fuera poco, tiempo después Eisenhower me robó la idea de la NASA sin un triste agradecimiento.
Han pasado muchos años y sigo preguntándome cada día quién me envió a Cocoliso y por qué precisamente a mí. También otras cuestiones de índole menor me roban el sueño de cuando en cuando; cómo es posible que las autoridades permitieran el envío de un bebé en una caja -por mucho que el franqueo estuviera pagado y que el cartón luciera plagado de agujeros para evitar la asfixia-, si este modo de embalaje y entrega provocó algún tipo de déficit psicomotor que explique que a estas alturas Cocoliso sólo sepa gatear y a qué obedece su alopecia si le alimento divinamente. Minucias, cierto es, en comparación con los interrogantes principales. Porque lo que de verdad me descoloca, más que la peor tormenta vivida en alta mar, es cómo alguien pudo elegirme de entre todos los mortales para que yo, concretamente yo, me responsabilizara de su cuidado.
Porque la verdad, no voy a mentir en esta autobiografía, es que hasta entonces mi vida se podría calificar -siendo benevolente- de pelín disoluta. Basta decir que no nací tuerto y que las madrugadas en los tugurios de los muelles se prestan al cuerpo a cuerpo, ya sea con final feliz o sangriento. Bajo el manto reverencial que tejí en torno a las espinacas y a su excelso poder vigorizante, quise esconder una adicción inconfesable a la marihuana motivada por sus propiedades analgésicas. De ahí que además de enlatarla y echármela al gaznate, la fumara en mi pipa sin levantar sospechas. Aún no puedo creer que esta cuestión pasara inadvertida a pesar de su repercusión mundial: no hacía falta ser muy listo para caer en la cuenta de que "espinacas" y "yerbas enervantes" no forman parte de la misma categoría. Lo del asunto del hierro, por demás, vino a quitarle hierro al "otro" asunto.
Ahora, afortunadamente, veo las cosas distintas. Sigo una dieta variada - exenta de espinacas y acelgas por su alto contenido en nitratos- y he dejado de fumar. He aprendido a convivir con Olivia y su coquetería (todo sea porque Cocoliso no sufra la carencia de la figura materna), he cumplido mi acuerdo tácito con Brutus de no agresión y trato de ser un buen padre. Parece suficiente. Sé que muchos esperaban más de mí, pero así es la vida fuera de las tiras de cómic, las películas y los dibujos animados. Mucho menos espectacular de lo que nos quieren hacer creer pero razonablemente satisfactoria. Porque este astronauta que se quedó sin luna encontró en tierra un lugar donde echar el ancla y tender la ropa: y eso, viniendo de un hombre de mar, parecía también imposible.