Abrióse paso la primavera con su abierta hostilidad; camuflada en el zumbido débil de mosquitos feroces, en el chorreo errante de bombones derretidos. Entre rozaduras de sandalias recién horneadas y rebequitas al amparo de unos hombros desnudos. Aunando los soles mañaneros, presagio de incipientes calores asfixiantes y vientecillos suaves, de los que renuevan los aires al caer la tarde.
Pese a ello, no hubo sinrazón en los últimos envites. Se fueron los que sobraban -tal vez con exceso de sangre fría- dejando su correspondiente diezmo en forma de vergüenza ajena. Con la propia a buen recaudo se dibujan nuevas líneas que tratan de encontrar la forma. Sin agobios, sin premuras. Con alegría inusitada.
Y entonces, con el florecer de camelias y camelancias, la dama se deja acariciar.
Por el agua, por la luz, por las manos de un delicioso caballero.
En un gesto exquisito de cuidar que encandila a esta enfermera.
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