El paseo de esta mañana de domingo discurre entre el calor necesario para que el agua se evapore (los cien grados de rigor para hervir con la adición de un calor latente expresado en julios y conminado a no modificar la temperatura: un calor escondido, tan real como el sensorial, que no se refleja en el termómetro) y el sofoco del recuerdo agazapado en dos acusaciones sumarísimas contra mi persona. La primera, que despertó el odio latente, aludía a mi parecido bochornoso con Tom Sawyer. La segunda, aún reciente, igualaba mi maquillaje sutil con la pintura de una puerta cualquiera.
Pintaba la mona Chita un cuadro, y tras observarlo a cierta distancia, trataba de decidir -en un ya mítico "¿lo toco o no lo toco?"- si dejarlo estar, conformándose con lo creado, o perfeccionarlo asumiendo el riesgo de estropearlo. Esa misma duda es la que me sobreviene. Y decido arriesgarme acabando la faena con un último natural a este manso de Espiguilla, rajado en tablas desde el inicio del tercio y con un peligro sordo que no trasciende al tendido.
Te equivocaste de personaje: siempre fui Pipi Langstrum, viviendo en un mundo de creación propia en el que realidad y fantasía se entremezclan y confunden para conformar un paraíso a mi medida. Un universo en el que todo cabe en la intimidad: caballos pintados a lunares, titís parlanchines, recetas de bizcochos horneados sin molde. Disfraces imposibles con sombreros de prestidigitador, botas acharoladas para pisar charcos y purpurinas verdes que reflejen la luz de mi mirada. No cedí a la tentación de las coletas: tal vez eso te confundió.
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