Los hombres de la prehistoria no tenían batidora para triturar sus alimentos. Una dentadura catastrófica garantizaba la muerte por desnutrición a no ser que un alma caritativa de la tribu tuviera a bien masticar antes el condumio y pasar la bola lista para la deglución al desdentado. Eso pensando sólo en la parte mecánica del asunto. Si además se añade la hipotética infección bucal -foco séptico sin parangón-, con sus dolores de agárrate que vienen curvas, es para que se le ponga a uno mal cuerpo. Malo de náusea en campanilla, repicando.
Después de algunos miles de años, se inventaron el güisqui (ojito con la RAE) y las puertas. En ausencia de anestesia, se podía optar por destrozarse el hígado para la extracción dental o recurrir al método drástico de arrancar la pieza con un cordelito atado y un portazo de los que asustan. De recurrir al alcohol, con la dificultad de coger la borrachera en su justa medida, la hemorragia sería una complicación garantizada. De elegir el cordelito, además de tener que contar con un hacedor de nudos experto, la cosa no pintaría mucho mejor. Para arrancar un molar al primer intento y de un solo tirón habría que tener unos conocimientos de física notables y una puerta de las que cuestan un potosí, maciza y libre de carcoma. Me vienen sudores fríos; fina que ha salido una.
Ahora vamos al dentista trémulos y acongojados aun sabiendo que no nos faltaran su dulce anestesia, su aspirador de secreciones y sus apósitos hemostásicos. Nos tomamos nuestro antibiótico antes, nuestro analgésico después. Pagamos con la baba resbalando por la comisura del lado afecto y salimos pensando en el solomillo "vuelta y vuelta" que nos espera cuando baje la inflamación. Por suerte tampoco nos faltan cuchillos que solventen el escollo de desmenuzarlo a dentelladas ni buenos profesionales que arreglen los entuertos de los chapuzas. Y aún así, gustar lo que se dice gustar, no gusta.
Tras firmar un contrato indefinido con el Sr. Pérez (el auténtico Super Ratón), siento como el estómago se me encoge en los prolegómenos de cada nueva visita; me aferro en este trance a un botiquín con superávit y a ese programa que quita el sentío y teletransporta más que el éter: ¿Quién quiere casarse con mi hijo? La alternativa perfecta para relajarse a costa de sentir vergüenza ajena. Yo confieso, como El Comidista, bajo los efectos de la mepivacaína.
Es un hito de la historia de la televisión, la única cosa en el mundo que me impulsa a encender la tele.
ResponderEliminarY a mí el dentista también me da miedo. No me gusta sentirme indefenso, desamparado y que luego, además, me cobren.
Hay que escribir algo sobre este programa con urgencia. Le emplazo a ello "guante en tierra". Y así, a mano descubierta, le agradezco la confesión, la vergüenza compartida y la empatía. Lo que viene siendo el gesto.
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