viernes, 28 de enero de 2011

Pompas de dragón (III)



Incubando certezas
[Diario de un dragón poco convencional]


Hace algunos años, cuando aún guardaba en la cartera el carné joven de dragones -válido hasta cumplir 777 primaveras-, pasé una temporada en Liubliana perfeccionando el dragoélico. Tengo recuerdos maravillosos de aquella época en la que viví compartiendo cueva con otros estudiantes. La dragonera andaba a menudo revuelta y no era una de aquellas que permiten comer sopas en el suelo; intercalábamos acaloradas discusiones sobre la limpieza de la gruta y su ventilación con otras fogosidades más cercanas a la concupiscencia. Las responsables eran aquellas dragoncitas en minifalda que nos ponían a quince mil grados con su insinuante contoneo; las mismas que nos miraban con desdén y nos obligaban a aliviarnos en privado confiriendo a las paredes del excusado un aspecto curioso y divertido de alicatado en gotelé que llegó a ocupar incluso los techos de nuestros dormitorios. Cosas de la adolescencia, estafilitos de un despertar.


Me matriculé aquel curso en una asignatura que marcó mi rumbo futuro, Introducción a la poesía contemporánea y su aplicación a la seducción extemporánea. El temario no era para tirar cohetes y el profesor resultaba petulante en exceso, pero yo pasaba la semana esperando que le llegara el turno al viernes y a esas dos horas ininterrumpidas de rimas y leyendas. Sólo porque ella, Nathalie Newman, se sentaba a mi lado clase tras clase. Juntos hicimos un trabajo que eximía del examen final: ocupamos tantas tardes intercambiando pareceres en la biblioteca que terminamos permutándonos placeres en la ludoteca. Bendito cuatrimestre de poesía asonante, consonante y jadeante. Ardientes sobresalientes que quedaron para los restos en nuestros expedientes.


Después nos separamos. El año académico concluyó y los piedrólares de la beca del Fondo Antidecadencia Dragonil se esfumaron de nuestros bolsillos. Volvimos a casa, cada uno a la suya, echándonos de menos y aferrándonos al contacto que nos permitía el Dragonbook. Hoy me mandó un mensaje privado y una foto. Tras treinta y cuatro meses de incubación, no fue una gripe lo que salió del cascarón. Ese bebé dragón que suspira vaho caliente como lo hacía su madre en mi boca, me acarició el corazón. Será que me estoy haciendo mayor, será que también yo incubo con melancolía mis certezas.


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