El incienso lo inunda todo con su aroma. Más allá de lo que evoca, lanza espirales de ternura en su humear. Se une a él, con la timidez aconsejable, el perfume de la resina prensada, pensada. Un cigarro, dos, tres, cuatro… nunca más cinco. Llegan a mi cabeza los ochos de un jersey blanco que vestí en Bilbao, los ecos de una voz de aprendiz, la adrenalina en la piel aquella noche del accidente, dos cuerpos juntos en el pasillo de un Hospital, la necesidad de seguir aprendiendo antes de hablar. Todos los que fueron sin haber sido. Príncipes azules en el reino de mi acromatopsia. Hombres que se entregarán a otros corazones. Que lograron confundir el mío llegando a dejarlo en ocasiones al borde de la taquicardia ventricular sostenida.
El sudor de su cuerpo estallaba en gotas diminutas que salpicaban el mío al ritmo de la música. Una húmeda sensación que alcanzó su grado máximo cuando se rozaron nuestras caderas. Yo bailé con Lenny Kravitz.
Estoy sentada en la playa, el oleaje batiendo, la brisa salada en mi cara. Primero las sandalias, luego la ropa interior, por último el vestido. Todo cae sobre la arena, todo menos mi cuerpo desnudo que prefiere correr hacia el mar. Son sus dedos los que rozan mi pecho, los mismos que entran en mi boca. Los que fumaron conmigo aquella noche para perderse en la acompasada contracción de mis músculos después. Buceando en mi agua, inundándolo todo.
Dulce placer, alejado del tapiz, de la brillantina y del equilibrio de los aros.
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