Algunas veces la música del coche se encela: me pilla cansada, con las fuerzas justitas para caminar erguida, conducir recostada y mantener los ojos abiertos -incluso entre la bruma- con el único objetivo de desnudarme, engullir unos churros, poner el despertador a las tres y sentarme a escribir con el cenicero cerca.
Me bajan las defensas y no puedo escapar de ciertas voces y guitarras que literalmente me penetran hasta fundirme el cerebro. El magma liberado muestra predilección, según la humedad relativa del amanecer, por el corazón y/o/oh/ por la entrepierna. Me pregunto por qué Seronda hace bailar las ramas de los árboles. Por qué la última manzana de Manhattan se continúa, en esquina, con Berlín. Por qué me gusta tanto que las carreteras estén desiertas, que haga frío, que le encuentre su punto a cada coma. Y por qué, cuántos porqués, prefiero desentenderme de Rouco -con su vigilia- y dormirme reclinada ante Rocco. Sin mea culpa, con golpes en el pecho.
No se admiten preguntas.
Tampoco [tú] protestas.
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