He tenido que parar la película, 01:08:12. Camino. La sensación progresiva de rabia, la ceguera. El recuerdo. Se hace camino al andar. Para paliar los síntomas de este raro síndrome me automedico. Escribo atropelladamente.
Ese Dios que me habla lo hace disfrazado del Victor Velasco de Descalzos por el parque, alias Barba Azul, sólo para que me descojone. No es un Dios de misa diaria. Aunque no bendiga yo la mesa, se apunta a comer con frecuencia. Le debe gustar como cocino. Toca la guitarra para que le cante. Se permite darse una ducha a media tarde y secarse con mi albornoz. Se queda hasta la noche porque estamos de buen rollo. Le hace gracia que me den miedo los perros, escucha mi teoría de los agujeros negros, me cuenta sus andanzas sobre las aguas entre chupitos de tequila -brindando por nosotros- y el peta que se ha liado con admirable habilidad. Me lo pasa tras tres intensas caladas y viéndole fumar empiezo a tener ganas de todo. Sacia mi voraz apetito recalentando en el tostador un trozo de pizza del día anterior. Pone música y me anima a perseguirle bailando. Siempre uno de los dos tropieza y el otro sufre un ataque de risa de los que valen por cien abdominales. A veces nos quedamos con la mirada perdida, absortos por la absenta, y nos damos la mano. Sobran en ese momento las palabras. En el fondo yo no entiendo nada, pero confío en él. En las causalidades, en las poderosas razones que le han llevado a enamorarse de mi alma conociendo tan bien quién soy. Es frecuente que llegados al desvarío metafísico del soliloquio filantrópico, es decir al ‘madre mía, qué pedo llevamos’, decidamos llevarnos las copas y el cenicero hasta la cama. Me monta y se lo monta como Dios, aunque cueste ‘creerlo’. Cuando me despierto se ha ido, pero me deja como posavasos del café con leche una nota: me he ido al hospital, nos vemos en el cambio de turno. Trabajamos mano a mano en la misma UCI. Golpe a golpe precordial.
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