Unos cuantos folios en blanco.
Un compás. Dos manos.
Y la geometría al servicio del alma,
circunscribiéndola.
La punta trazadora de un compás que acaricia el papel y lo marca por vez primera, no sabe qué vendrá después.
Puede que la eternidad; tal vez las manos, sintiéndose poderosas, se entreguen febrilmente al giro continuado y renuncien a detenerse. Un punto de partida insignificante capaz de abrir una senda hacia el infinito resulta sumamente tentador. O puede que la nada: un esbozo, un podría haber sido, un quizá. Porque algo falló o porque el querer no pudo. Más adelante, acaso. Nunca, quién sabe.
Puede que la obsesión por trazar un círculo perfecto sea demasiado fuerte y el papel, con la sutil erosión del roce continuado, termine por romperse. Que se rasgue en algún punto de la circunferencia o en su mismo centro. O puede que la desidia se imponga y el círculo no llegue a completarse. Incluso que el miedo paralice o distraiga; bien la mano, atenazada ante la posibilidad del logro y temerosa de seguir girando; bien el punto de apoyo, incapaz de mantenerse firmemente anclado, tembloroso.
Puede que la inercia se imponga a la voluntad y se logre el objetivo sin darle demasiadas vueltas al asunto. Las justas e imprescindibles. Una básica y otra, como mucho, de repaso. O puede que la voluntad le lleve ventaja a la inercia y la simplicidad desaparezca para cederle espacio a la duda. Seguir o no seguir, that is the question. Que siendo lo normal cumplir con los cánones y girar el compás, hay quien encuentra más evocador y natural rotar el papel para lograr, finalmente, lo mismo. Quien se siente satisfecho contemplando su círculo sin pretensiones y quien se desvive por resolver su cuadratura.
En cualquier caso, trazar un círculo con la inestimable ayuda de un compás es un asunto delicado. Tanto o más que tratar de entender la vida sabiéndose pez en geometría del alma.