Unos cuantos folios en blanco.
Un compás. Dos manos.
Y la geometría al servicio del alma,
circunscribiéndola.
La punta trazadora de un compás que acaricia el papel y lo marca por vez primera, no sabe qué vendrá después.
Puede que la eternidad; tal vez las manos, sintiéndose poderosas, se entreguen febrilmente al giro continuado y renuncien a detenerse. Un punto de partida insignificante capaz de abrir una senda hacia el infinito resulta sumamente tentador. O puede que la nada: un esbozo, un podría haber sido, un quizá. Porque algo falló o porque el querer no pudo. Más adelante, acaso. Nunca, quién sabe.
Puede que la obsesión por trazar un círculo perfecto sea demasiado fuerte y el papel, con la sutil erosión del roce continuado, termine por romperse. Que se rasgue en algún punto de la circunferencia o en su mismo centro. O puede que la desidia se imponga y el círculo no llegue a completarse. Incluso que el miedo paralice o distraiga; bien la mano, atenazada ante la posibilidad del logro y temerosa de seguir girando; bien el punto de apoyo, incapaz de mantenerse firmemente anclado, tembloroso.
Puede que la inercia se imponga a la voluntad y se logre el objetivo sin darle demasiadas vueltas al asunto. Las justas e imprescindibles. Una básica y otra, como mucho, de repaso. O puede que la voluntad le lleve ventaja a la inercia y la simplicidad desaparezca para cederle espacio a la duda. Seguir o no seguir, that is the question. Que siendo lo normal cumplir con los cánones y girar el compás, hay quien encuentra más evocador y natural rotar el papel para lograr, finalmente, lo mismo. Quien se siente satisfecho contemplando su círculo sin pretensiones y quien se desvive por resolver su cuadratura.
En cualquier caso, trazar un círculo con la inestimable ayuda de un compás es un asunto delicado. Tanto o más que tratar de entender la vida sabiéndose pez en geometría del alma.
El compás era la joya más preciada del plumier. Tan lujoso que se guardaba en una cajita gris con un cierre magnético, encastrado en su silueta recortada en terciopelo color burdeos.
ResponderEliminarBruñido, brillante, preciso.Precioso. Con sus rosquitas dentadas que aferraban la aguja en un brazo y que permitían en el otro escoger entre una cabeza de grafito o una pinza metálica que servía de pluma y que nunca usó nadie. Otra rosca regulaba el trazo de aquella plateada pata de cangrejo.
El estilizado compás de brazos rectos iba acompañado de un rechoncho compás de bigotera, aquella pareja recordaba un Quijote y un Sancho metalizados. El compás de bigotera tenía las piernas curvadas y una obscena rosca en la entrepierna.
El tubito de las minas se diría una bala mitad blanca, mitad negra. Cuando desplegabas ante ti aquel estuche era como si te dieran a escoger entre dos pistolas, dos armas, para un duelo.
Y más de uno en aquellos años probó el filo y la agudeza de mi acero en traicionero ataque por la espalda.
El trazado de círculos elípticos, querido Mr. Pazzos, es la razón última de esta tardanza en responder a sus bellas palabras.
ResponderEliminarSabe que he andado con un pie en el centro geométrico y el otro de la ceca a la Meca, pero he vuelto y usted ha sabido esperar pacientemente contemplando lo discontinuo de mi escribir.
Qué puedo decirle... Un HELLO zurcido en besos para la herida de su compás en este cuerpecito mío.