Y yo estoy en el sitio equivocado. Desde el aeropuerto de Viena resulta difícil digerir la mala nueva. ¿Será más fácil desde cualquier otro lugar en el mundo? Con la batería justa para una llamada rápida, porque ni siquiera tengo a mano el cargador. No sé qué hacer. Nunca pensé que me vería en una situación parecida. Hasta que te toca; siempre me impresionó esta frase. Una llamada. ¿A quién? No dudo, a mis padres. Para despedirnos antes de viajar con compañías aéreas distintas a un mismo destino. Vuelos diferentes que conducen a un lugar común. Siempre los mismos lugares comunes. Observo a las personas, logrando integrar sus anómalos comportamientos con la finalidad de entender qué está pasando. Por alguna extraña razón nadie habla. Todos piensan. Algunos ya han empezado a llorar, quién sabe por qué o por quiénes. Malditos lugares comunes. Yo ni siquiera sé qué coño estoy pensando. Repaso mi vida desde que tengo uso de razón. No es una sucesión de acontecimientos vitales como cabría esperar, sino una mezcolanza de risas, abrazos, besos, lágrimas, momentos… Sentimientos evocados. Y no pienso en ninguno de vosotros porque pienso en todos. Quizá en conjunto seáis mi compañero ideal. La inteligencia, la bondad, la comicidad, la ternura, la pasión, la entrega total, la madurez… Demasiadas virtudes para un hombre real. Te mando un mensaje: por lo que nos hemos querido. Me entristece pensar en pasado. Una parte especial de mi vida. Nunca más estaremos juntos. No quiero estar triste así que mi mente corre hasta encontrarte; nos quedamos con las ganas, pero cuántas ganas… Perdimos un órdago a grande con cuatro reyes, mala suerte no ser mano. Maldito sudor de manos. De ti no necesito despedirme. Sé que las dos nos hemos pensado y con eso es suficiente, qué amistad más maravillosa. Los demás, más lejos. Empiezo a pensar en quienes pensarán en mi. Habrá tantos a los que yo ni siquiera les haya dedicado un instante en este apresurado recuerdo… Es increíble que la comunicación humana se haya empobrecido tanto en la era de las comunicaciones.
Por fin se cumple la utopía comunista. Todos iguales, hombres y mujeres, pobres y ricos, sabios, ignorantes… Todos abocados a la muerte en algo menos de once horas. Once horas. ¿Qué sentido tiene hablar de once horas cuando éstas son las últimas once? Invento una nueva medida del tiempo: quedan dos ratos. El primero lo utilizaré para cubrir una serie de necesidades básicas: no quiero morir con el estómago vacío y el colon lleno. Me pongo a cantar: cómo me ha gustado siempre cantar, sólo para mí. Cuántos ratos he pasado sola. Escribo este texto, no he dejado de disfrutar escribiendo. Salgo del aeropuerto. No quiero morir dentro de un ataúd. Prefiero sentir el contacto de la tierra en mi espalda y del aire en mi cuerpo. Así tumbada me asalta el pánico. No es miedo, es desesperación e impotencia, es angustia y asfixia, es sentirse morir. El pánico es vencido por una carcajada que nace de él pero lo espanta. ¿Qué sentido tiene morir ahora cuando voy a morir realmente en un rato? Qué certeza más absurda. Pienso y me reprendo por las cosas que he hecho mal. Por los errores cometidos, algunos reincidentes. No quiero morir sintiéndome culpable. No quiero sentir miedo.
Quedan dos minutos. Me empiezo a quitar la ropa. Siento que necesito irme del mundo tal y como llegué a él. Es un instinto animal. Siento que quiero gozar por última vez y acaricio mi cuerpo. Ya no existe la moral, ya no existe la vergüenza. Sólo existo yo. Sola. Tan sola como siempre.
Son los diez últimos segundos. Me envuelve tu paz y tu generosidad. Eres la luz, siempre lo fuiste. Tú me esperas allí. Qué ganas de volver a verte.