Del sueño irreverente de una noche de otoño
Jesucristo yacía relajado sobre la camilla de masajes. Tosió un par de veces por el humo del incienso y mantuvo los ojos cerrados en espera de contacto físico. Después de mil novecientos ochenta años sin sentir una triste caricia, ese día, por fin, había llegado el momento. Su túnica colgaba de una percha de Ikea. Bajo ella estaban sus sandalias, necesitadas sin atisbo de duda de una manita de agua y un tintín de jabón. Una toalla de algodón blanco rizado cubría pudorosamente la zona innoble del susodicho; dejaba al descubierto toda su espalda y sus piernas desde mitad de muslo.
Su visión ante mis ojos fue casi una experiencia religiosa. Le reconocí aún estando de espaldas y le pregunté si le podía llamar simplemente Jesús. No hay problema, contestó. Me detuve en su voz mientras entibiaba el aceite en el hueco de mis manos: era cálida y profunda, varonil. Me puse al lío sin más demora tratando de controlar mi propio desconcierto. Sé hacer mi trabajo, me dije: primero suave deslizamiento, después movimientos circulares y más tarde amasado, presión y estiramiento. Una hora y media de roce epidérmico lubricado que dio de sí lo suficiente para oírle suspirar, quejarse tímidamente por alguna contractura y gemir de gusto. Y también para que a su pregunta directa de cómo va el mundo yo respondiera sin filtrar: "Sólo regulín. Que un tío como Cristiano Ronaldo se saque la chorra en público despierta mucho más interés y acapara más recursos que cualquier masacre humana o el crecimiento imparable de la desigualdad social".
Mi perplejidad por haberle soltado esa frase sin que mediaran mecanismos de control básico pasó a un ultimísimo plano cuando Jesús, recobrando su incuestionable vigor y olvidándose del masaje, se giró de sopetón para levantarse de la camilla mostrándose como Dios le trajo al mundo. El movimiento inesperado y el paisaje a contemplar me nublaron el raciocinio de tal modo que en mi magnífica confusión sólo pude centrarme en las bondades de la naturaleza y bendecir al otoño por llevarse las hojas de los árboles y no encontrarles nueva ubicación entre sus ingles.
Y fue así, tomando como punto de partida aquello del follaje caducifolio y llevándolo por la vía ecuménica del poder seductor de la redención, como se alcanzó el final feliz al que están obligados los cuentos, los milagros y los masajes.
P.D. Si son de rezar, les ruego: oren para que este sueño se repita y, a poder ser, para que se quede sin pilas el despertador.
¡Jesucristo bendito!
ResponderEliminarVaya final.
El verbo se hizo carne. Igualito que en el libro.
Dama, dama: de alta cuna de baja "rama".
ResponderEliminarBesos platánicos.