viernes, 13 de noviembre de 2009

De cajón de madera de tabla




Lo habías entendido mal otra vez...


Me sorprendo en dirección a la cama -con parada obligatoria en el túnel de lavado de dientes- descojonándome de risa. Me he marcado un bailecito rápido al son de una nueva canción: la que resume el tormento del día en forma de estudio de un curso intensivo al cuadrado. Con ritmo de salsa los coloides, cristaloides y el alfabeto hasta la E danzaban en carcajada. Me pregunto si es normal esto mío. En cualquier caso es bastante saludable poder reírse con uno mismo (más que de uno mismo, dicho sea de paso). Al instante caigo en la cuenta de que también me lloro a mí misma asumiendo un victimismo que me repugna y vuelve loca a partes iguales. Deseando salir del círculo vicioso de la autocompasión y el autocastigo.

Cada vez soy más payasa; me importa menos la posibilidad de hacer el ridículo, porque todos lo hacemos de una u otra manera, en uno u otro momento de nuestras vidas. Asumiendo un presente de conformismo y resignación por miedo; paralizados por perder lo que sabemos -también y tan bien- que no nos vale, que no nos llena, que no tiene el sentido que necesitamos para disfrutar de estar aquí. Pero con nuestros momentos buenos y breves para no saltar: al borde del precipicio y acojonados.

Resulta cuando menos curioso que la vida le eche un cable a uno para lanzarse: un tímido golpe de viento que, de repente, nos empuja de forma imperceptible. Una vez en el aire ya no hay marcha atrás. Sólo puedes intentar disfrutar del paisaje mientras esperas estrellarte al más puro estilo Coyote. You can understand me... Tan larga parece la caída, poco menos que eterna, que uno aprende hasta a ladear la cabeza para no vomitarse encima. Hiperemesis vertiginosa: malestar gastrointestinal que provoca el vértigo de sentir que el mundo se ha parado. O sigue girando pero con uno fuera. Tanto monta monta tanto.

El momento del impacto contra el suelo (porque al fondo nunca hay un río profundo o un bosque tupido) es horrible pero cortito. Y después ya no te enteras de nada hasta que despiertas. Entonces recuerdas por qué saltaste, de qué huiste: en mi caso de renunciar a ser madre. Y también qué decidió la caída: ese tímido viento imperceptible. Atontada, bajo los efectos de un dulce cóctel sedoanalgésico, sonrío y se me cae la baba... Gracias por el empujoncito mi querido doctor.


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