Cuando el reloj daba las tres de la tarde, mi abuelo pedía silencio porque empezaba el parte. Previamente, se había cerciorado de que me había lavado las manos antes de comer. Si me sentaba a la mesa con el pelo suelto se levantaba de su silla -porque era sólo suya, su sitio oficial-, cogía una de esas gomas elásticas marrones (las de los cartones de huevos, las de toda la vida) y me hacía una coleta con sus propias manos. Le parecía sucio que anduvieran mis pelos por la mesa. Después de arrancarme unos cuantos con la dichosa gomita, me daba un beso y me decía que no me quejara tanto (aclaro: duele). Me miraba tomando distancia y sonreía. Mucho mejor.
Satisfecho, volvía a sentarse y empezábamos a comer. Primero siempre le servían a él, después a los hombres, luego a los niños. Al final, las mujeres. Era así, sin más. Sin sumisiones ni feminismos. Simplemente por costumbre. Nadie lo cuestionaba. A menudo nos mandaba callar, varias veces y casi seguidas, porque no le dejábamos oír. En aquellos años los niños no chillábamos, no nos dejaban. Y si nos decían que nos callásemos ya, lo hacíamos. Igualito que ahora, vamos. Todos hemos tenido un niño mono cerca protegido por padres engorilados (dispuestos a partir la cara a cualquiera que se meta con su joyita) que nos ha traído a la cabeza a Herodes: justificándole.
Digresiones aparte, recuerdo algunos momentos estelares ofrecidos por televisión que le conmocionaron. Que nos conmocionaron. El primero, en el telediario de la "cena" (26 de septiembre del 84): el torero Francisco Rivera Paquirri había sufrido una grave cornada. El silencio fue sepulcral. Al rato, fuera de tiempo, informaban de su muerte. Existía la muerte y yo no lo supe hasta entonces, qué descubrimiento. El segundo, menos dramático y recordado por muuuchos (estoy segura) ocurrió la nochevieja del 87. Una artista italiana con nombre de película de Billy Wilder enseñaba su pezón derecho al respetable en un aparente descuido. Provocando que España entera bizqueara con ella. Mi abuelo, con una sonrisa de oreja a oreja, se llevó las manos a la cabeza. Y a la mía vino la conciencia de que existía el deseo sexual. Incluso, aún peor, que mi abuelo era un ser sexuado. Un hombre al que le gustaban las tetas de las señoritas. ¡Qué barbaridad! Como a mi padre, a mis tíos, a todos los que no llevaba falda ni se hacían coletas.
Todo era diferente. Las personas, las circunstancias. Aunque sea políticamente incorrecto confesarlo, me gustaban algunas cosas de entonces. No hablo ni de lejos de política, que nadie se confunda. Hablo de cómo nos educaban, de los valores que nos transmitían. De respeto, de esfuerzo, de responsabilidad. No sé cuánto de eso queda hoy. Tampoco sé cuánto queda de inocencia, cuántas posibilidades para la sorpresa, ahora que nos bombardean el cerebro con cócteles molotov de información innecesaria . Ni por qué, cómo, ni cuándo hemos llegado al punto sin retorno de que sea noticiable el grito en el cielo de un grupo de defensores del pulpo. Incapaces de permanecer impasibles ante el sufrimiento de los cefalópodos que los neoyorquinos tienen a bien devorar asándolos vivos en planchas tepanyaqui. O la gente se aburre mucho o yo necesito sacar del bolso mi instrumento preferido: la brújula que me ayuda a no perderme.
Esta noche las coordenadas de mi rumbo me llevan lejos... hasta las raíces de un olivo. Y en el sudor que es su aceite encuentro unos ojos que sabían lo dura que es la vida: lo importante que es celebrar cuando "se porta", encajar cuando "se ceba". Y su mirada, espejo del alma, alimenta mi tierra desde algún lugar del cielo.