Excusarán este mentalismo histérico,
entre náusea a la fuga y queja de morfina,
considerando que, ventanas adentro,
llueve sobre mi plato de sopa
y en cada cucharada
y en cada cucharada
el futuro esponja sus patitas de congoja.
Reescribiendo a Cortázar,
En tres minutos.
En tres minutos.
&
Decía Gómez de la Serna que roncar es tomar ruidosamente sopa de sueños. Cabría puntualizar que más que tomarla es sorberla, aprovechando la intimidad del dormir para dar al traste con las buenas maneras en la mesa y en la cama. Resoplar en sueños para no quemarse la puntita de la lengua al metérsela en la boca. La cuchara, obviamente.
Porque las sopas (y los sueños) ya no son lo que eran: donde hubo fideos hay hoy ansiolíticos de cocción ultrarrápida. Benzodiacepinas que engordan el caldo y permiten irse a la piltra engañando al estómago y al cerebro. Sucedáneos insustanciales de la templanza. El ocaso inmerecido de las sopas de letras coincide con el repunte de la sopa boba, cocida en el fuego exangüe de las pensiones de nuestros mayores y de la sopa fría, aclimatada por fuerza a la ausencia de posibles con que pagar la factura del gas. Y en el top ten del sopapeo se baten el cobre las sopas instantáneas: las de servir y listo. Sin que medien el esfuerzo, el trabajo ni la paciencia.
Entre cucharas y palos, me decanto por la sopa de picadillo para reconstituir el ánimo y entonar el cuerpecito. Arroz, huevo cocido y jamón para chuparse los dedos, mojar pan y olvidarse del lorazepam. Si ha de caerse la baba, salivando, que sea con fundamento.