La axila vegetal, la piel de leche,
espumosa y floral, desnuda y sola,
espumosa y floral, desnuda y sola,
niegas tu cuerpo al mar, ola tras ola,
y lo entregas al sol: que le aproveche.
Todo lo que contemplo vibra y arde,
y mi deseo se cumple en mi deseo.
Calambur,
Ángel González
&
El cuento de la lechera debe acabar como una quiera, por principios. Basta con ponerle freno al sugarworld que nos sorbe la neurona para saber que los cuentos, en general, están adulterados.
Si el protagonista de mi cuento fuera un Rocco cualquiera, montaría una lechería en un prado verde pero no se enamoraría de una cándida pastorcita ni podría vivir sólo de la leche de otros. Tendría que buscarse las habichuelas y tirar, en caso necesario, de tachuelas.
Si fuera un niño, soñaría con ser forense antes que futbolista y le daría patadas a una cabeza de trapo para desahogar su frustación y entretenerse. Al menos, hasta que tocase comer pollo y pudiera diseccionar cada muslo en busca de hilios y paquetes neurovasculares. Como quien hace bolitas con la miga del pan y las engulle.
Si fuese un adulto, elegido ad hoc para tal propósito, le haría inventarse un cuento para que me regalara los oídos cada noche. Haciendo abuso de su imaginación y obligándole a extender las alas a mi antojo. Hielo y humo a demanda alimentarían los esfuerzos.
Porque el cuento de la lechera ha de acabar como una quiera y antes que ambiciosa me reconozco viciosa. Puestos a elegir final que sea con blanca esperma resbalando por la espina dorsal.
Lechería Rocco, Mrs. Nancy Botwin