martes, 20 de octubre de 2009

Se desangra un pez entre las olas



Luka despierta incapaz de establecer puentes que comuniquen lo que perciben sus ojos con lo que pasa por su cabeza. La orden de subir el brazo derecho no se sigue de ningún movimiento. Lo mismo ocurre con el otro brazo y, a continuación, con las piernas. Ni siquiera es capaz de girar el cuello. No siente dolor pero le aterra la falta de conexión manifiesta entre la mente y los músculos. Yace inmóvil en la cama, obligado a tratar de encontrar una explicación para lo que le está ocurriendo. Lo intenta una vez más pero no hay cambios. La sensación de vértigo le atrapa. Descarta primero lo patológico: no hay traumatismo ni neuropatía tan rápida que justifiquen la parálisis. No hay cefalea ni diplopia. Sin embargo, esto no le había pasado nunca. Se pregunta si estará soñando aún. No, no, estoy despierto se dice a sí mismo. Percibe algo que le resulta extraordinario: el tiempo es más lento. Ese último minuto en su vida le ha resultado muy largo. De repente se da cuenta de que mueve los dedos de su pie izquierdo y una sensación de alivio de luto le araña el corazón. Esto va bien, se dice. Suficiente para tratar de esbozar una sonrisa que probablemente no tenga reflejo en la mímica facial. La movilidad se extiende cautelosamente y alcanza las distintas partes de su cuerpo. Las órdenes se cumplen: suben y bajan los brazos, abren y cierran las manos, se ladea la cabeza. La revisión sistémica finaliza sin fallos. Todo está OK. Habrá que intentar levantarse e ir hasta el baño. Camina despacio, no vaya a sobrevenir un síncope fulminante. Se apoya en el lavabo y levanta la cara hacia el espejo. Explora sus pares craneales: no hay nada anormal. Más tranquilo se sienta en el sofá y saca del cajón de la mesa papel y lápiz. Necesita entender qué ha sucedido. Siempre necesita entender.
Animado por la vuelta de la normalidad se prepara un café. Mientras revuelve leche, café y azúcar, recuerda su sueño y lanza una hipótesis: estaba en la playa, sentado a pocos metros de la orilla, nadie alrededor. Van viniendo imágenes: llegó en su coche. Hacía frío pero era un día soleado. Se desnudó y empezó a correr. Dió unas cuantas volteretas, dibujó en la arena una cuadrícula y buscó una piedra. Saltó jugando -como lo hacía de pequeño- y se percató de la pérdida de habilidad y equilibrio. Rió por ello. Entró corriendo al agua, estaba helada. Aguantó unos segundos y salió temblando. Dejó que el sol y el viento rozaran su piel sin lograr secarla. Se vistió de nuevo poniéndose el abrigo que por suerte tenía en el maletero. Y entonces se sentó en la arena, disfrutando el paisaje, sintiéndose parte de él. Sin conciencia de sí mismo, sin barreras entre sus sentidos y su alma, sin que nada de todo aquello generase ningún pensamiento. Notó las lágrimas resbalando por su cara, su sabor salado en los labios. Se descubrió susurrando donde nos llevó la imaginación... Encendió un cigarro y se resignó a aceptar su destino. Lo recuerda con claridad.
Ahora cree entender.



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