viernes, 21 de agosto de 2009

Duermevela: no soplar.





Por la pared desnuda trepa un lagarto grande. Lo más llamativo es que su vientre está hinchado y es azul. Un vientre azul pulsátil. Tumbada en el suelo boca arriba no tengo opción de alejarme. Sobre mí, el cuerpo de un hombre que apenas conozco: se balancea a intervalos rítmicos exactos. Pesa lo suficiente como para atraparme. La sensación de irrealidad es tal que me dejo llevar. Tampoco puedo ni intento escapar. Ese hombre se derrama y me abandona. Me deja allí, yaciendo inmóvil al alcance del lagarto. No sé cómo he llegado a esa casa de paredes encaladas, ventanas abiertas, arcos por dinteles. No sé qué me llevó a estar tumbada bajo su cuerpo. Él reposa, medita ahora bajo uno de los arcos, vestido de blanco, los ojos cerrados. Yo no existo, él no está ya en este mundo. El lagarto, que permanece quieto ante mis ojos respeta profundamente mi temor. Sabe que si avanza hacia mi posición provocará el caos. Pero insiste en que fije mi atención en su vientre. Es ésto lo que anhelas, me dice. Es ésto lo que temes, susurra mudo. Y no soy capaz de entender qué significa pero con sorprendente humildad, me resigno. Entonces, dejo de sentir miedo.

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